viernes, 6 de enero de 2012

Julio Castro y CMM - V


Martínez Moreno, Carlos
“El color que el infierno me escondiera”,
México DF. 1981.

Julio y la niñez del General


E io: “Maestro, i tuoi ragionamenti mi son sí certi e prendon
sí mia fede, che li altri mi saríen carboni spenti.

Dante, Inferno, Canto XX.


Un desaparecido político no va sustrayéndose gradualmente a nuestra presencia, como si fuera un ahogado en el inútil, frustráneo trance de salvarse. No hay remolinos en que una cabeza se sumerja, no hay turbiones en que un brazo aparezca y gire, no estamos –distantes e impotentes – asistiendo en la correntada de un río, un ahogado en la sobremesa de un picnic.
Esa misma agua que lo guarda hasta mañana, que lo devolverá –edematoso, mordisqueado por los peces- en el ribazo más plácido o enganchado a las rocas, no se lo ha llevado verdaderamente nunca.
Siempre sabes, aunque no dónde, aunque no cuándo. Allí estamos, anochece mientras caminamos a la orilla del río y atisbamos el horizonte cada vez más oscuro, y se hincha y se vuelve enorme e impenetrable la sombría masa del mara pero el náufrago es parte de su fauna y mañana podremos recogerlo.
El desaparecido político de nuestras historia –en cambio- cae ya muerto desde su fábrica de tortura, desnudo, roto y mutilado a veces, ligado a un bloque de cemento o amarrado con alambres por pies, muñecas o rodillas.
Puede haberse ahogado en una poza siniestramente pequeña, en el bidón del submarino donde se la ha echado a que se asfixie o a que confiese, tanto da, no se sabe con cuál fin primordial, con qué objetivo verdadero. Si resiste y sale y enseguida declara, tal vez viva. Si no aguanta y le estallan los pulmones y muere, empezará el otro viaje, el de su desaparición política: los argentinos balancean los cadáveres sobre el viento del estuario, los deslizan y dejan caer y golpear desde un helicóptero enmarca, los confían a las corrientes y al destino de las playas más remotas y a la calma final de la tumefacción y el anonimato, a la piedad ambigua, casi sarcástica del entierro abreviado en tierra ajena (nadie sabe quién es nadie, nadie reconoce a nadie, nadie denuncia, nadie reclama).
Esta es la historia del desaparecido político que las corrientes nos allegan, tras hamacarlos contra islotes de resaca, entre escoria del mar y máscaras de légamo. Coreanos muertos en motines de abordo (prenteden) acuchillados en zonas de altamar: coreanos tránsfugas, mercenarios de barcos pesquereos pirtaas, personajes de Cornad. Sí, cualquier sujeto tomado por la hinchazón del mar trae la línea oblícua de los párpados y puede parecer un amarillo a quien no sepa.
El caso de Julio ha sido muy diferente.
El 1º de agosto del 77, un lunes, Julio salió a dar unas vueltas por la mañna de la ciudada, manejando su propio auto. Debía, al cabo de ellas, llegar al entierro de Petit Muñoz en el Buceo, a las once. No llegó. Los límites y las formas de su desaparición eran, pues, confinadamente precisos: alguien había trepado a su coche antes de las once, lo había conminado a conducir o lo había sustituido al volante. Y de ahí en adelante, nada.
Razones para ser cautelosamente optimista, como su mujer prefería serlo: Julio había prometido declarar sus dolencias antes de que lo tocaran. En cualquier momento me les quedo, he tenido ya dos derrames meníngeos, en unos días más tendré sesenta y ocho años.
Frente a tales riesgos ¿qué podrían querer averiguarle? Nada muy importante: Julio había sido maestro en actividad y ya no lo era, peridista en actividad y ya no lo era. Tenía amigos en el extranjero, sí, muchos. En la Unesco, en Venezuela, en Ecuador, en México; en todos estos sitios había actuado.
Los cables comenzaron a llegar en cuanto se filtró la noticia. Pero parece evidente que los milicos no creyeron ni a Julio ni a los cables ni a nadie. Hay ciertas formas de brutalidad que no conciben, en uno mismo y en el prójimo, más que la imagen y los correlatos de la salud. Los quieren, tal vez porque precisan destruirlos. Lo que trataban de arrancarle eran minucias -¿a quién enviaba un casete en el extranjero, quién lo había grabado, quién se lo llevaba?- pero la vida era también otra minucia y no les fallaría, desde que ellos habían desdeñado imaginársela.
Omitieron toda precaución, sumergieron sin más la cabeza de Julio; les falló y aquello no supo tener términos razonables y se llamó muerte. Ahí estaba Julio muerto y los senadores venezolanos preguntaban y la Unesco preguntaba y un día el mismo negro Terence Todman pasaría por acá y se le ocurriría preguntar. Y era imposible concederse frivolidades en la respuesta: la muerte, señores, a veces se da en circunstancias tan fútiles… eso no podían decirlo.
Había que responder que allí no estaba, que nunca había estado entre ellos, que nunca nadie le había hecho hundir la cabeza en el bidón de los fusileros de la marina; había que contestar así y disponer que la camioneta Indio pasase a disolverse en el aire, en el tramo de un solo viaje entre Pocitos y el Puerto: desguazarla.
La esperanza de una mujer colma los bordes de la realidad y acaba por salirse de ellos. Ella se dio a pensar primero en cuarteles más lejanos y Lugo, hacie el fin de la histoira, en formas de cautiverio en el extranjero. Cartas, averiguaciones, intecesión de amigos; nada. Sí, pero hacia el fines de setiembre –en un interinato- el general asumiría, por algún tiempo el cargo de comandante en jefe. Era la gran oportunidad.
Julio había sido su maestro en la última clase de Primaria, en la Escuela Sanguinetti, en la Unión. Maestro de sexto año en la sección de varones, la que ocupa la mitad de la manzana, en la esquina de 8 de Octubre y Felipe Sanguinetti. Y ella, maestra como también había sido, sabía (pensaba que sabía) cómo duran los afectos –y más que los afectos las lealtades- de esos años dorados.
Entre un niño de once años y un general acaso no haya nada en común; cuarenta y cinco años de devastaciones, sólo eso. Julio mismo, a pesar de su larga memoria de niño campesino, sólo podría evocar una túnica blanca, una silueta entre los todavía frágiles paraísos del patio, aquellos tenues paraísos plantados sobre hoyos recién abiertos en el pedregullo rojizo. Hoy eran robustos, pero la imagen del niño de once años no había vuelto a discurrir a su sombra; ni la guerrera del general tampoco. Julio hablaba siempre de él como de un buen alumno: recordaba a un niño, como recuerdan siempre los maestros, y dentro de él, había dejado crecer a un hombre; tienen ese secreto de frescura, de inocencia en la memoria y en la sonrisa los maestros. A veces cachetean cariñosamente un rostro que ya nadie se atreve a tocar, pasan una mano por la crisma de un nió que ya va en camino de convertirse en otro viejo (como el maestro). Julio había vivido mucho y el tiempo jamás habóa llegado a coagularse alrededor de él. Despuñes del niño había visto otros países, vivido en ellos, hecho amigos sin invancia tangible, medido otros años. Ya no tuteaba al general en la presencia única de un escolar perdido, conocía a esos dos seres –distantes el uno del otro- y sería difícil que lograr fundirlos.
Pero ella tal vez sí, sobre todo en el moemtno de tomar su pluma, de razonar su soledad y desesperación de mujer. Señoir Genral: Ustede es un hombre muy importante y yo no soy más que una esposa consagrada a buscar a su marido las veinticuatro horas del día, en la vigilia y en el suelo. Julio despareció hace ya más de un mes y medio sin que yo haya podido saber anda de él ni renunciar a la esperanza de encontrarlo. Prescindo ahora de mis asesores, me dirijo a usted directamente y le pido tan solo unos minutos. Usted no habrá seguramente olvidado a quien fue su maestro de 6to. y con frecuencia lo evocaba. Más de una vez, en estos tiempos en que Usted ocupa posiciones tan expectables, me ha hablado de usted; puedo asegurarle que conservaba, de aquellos años y de su figura, un grato recuerdo. Supongo que Usted estará a tanto de que, desde el 1º de agosto, nada se sabe de mi esposo. Yo pienso que Usted, con los poderes que ahora tiene, podría obtener alguna información y hacérmela llegar. Es todo lo que le pido. Es todo lo que le pido, con el título de los muchos años transcurridos y de los puros y limpios afectos propios de la época que invoco.
Había buscado, expresamente, no suscitar la emoción. Y asimismo eludir a los secretarios, a los edecanes, a los asistentes, a los abridores de cartas que no llegan. Que fueran unas pocas líneas sobrias y que con toda certidumbre cayeran en sus manos.
Esa misma noche el teléfono sonó y el jefe de Policía aparecía directamente en él, sin telefonistas ni anunciadores. Un coronel: se autopresentó con grado, nombre y funciones.
-Señora, usted ha enviado una carta al Señor comandante en Jefe.
-Si señor, en la tarde de hoy, hoy mismo.
-Y el Señor Comandante en Jefe me ha llamado en enseguida: está muy preocupado. Asumió su cargo recién ayer y desconoce totalmente el caso que usted le plantea…
-¿Qué lo desconoce?
-En sus funciones anteriores nadie tenía por qué comunicarselo…
-Pero en Caracas y en París ya hay quien lo sabe…
-De todos modos, señora, me ha pedido que urgentemente me ponga al habla con usted. Y yo, a mi vez, voy a solicitarle que tenga a bien recibir, esta misma noche, a un funcionario de mi mayor confianza, que irá a visitarla.
El funcionario era un Inspector de Policía y no podía dejar de hacer preguntas.
-¿Denunciaron el hecho en la seccional?
-El mismo día.
-¿Hicieron algo más?
-Presentamos en el Esmaco un certificado médico con la historia clínica de mi esposo, a fin de prevenir sobre los riesgos de su precaria salud; pero aparentemente llegó tarde, porque negaronhaberlo tenido como preso en ninguna de sus dpendencias y me devolvieron el certificado.
-¿Cuándo fue eso?
-El 8 de agosto.
A esta altura, casi a fines de setiembre, el Inspector era partidario de publicar en los diarios un “wanted”, pidió una foto no demasiado antigua, se la llevó.
La foto apareció al otro día; previsiblemente, nadie acudió a suministrar los datos que se pedían. Un par de días después en cambio compareció nuevamente el Inspector de Policía. Traía consigo un legajo, escrito a máquina, caratlado como investigación de rutina, debajo de una tapa de papel crudo. Ella leyó el nombre completo de Julio en esa carátula, abrió el legajo de unas cuantas páginas y lo leyó rápidamente.
La información practicada había dado como resultado establecer que la personaa quein se buscaba había viajado a Buenos Aires, en el avión de la compañía oficial, justamente dos días antes de que el Comandante en Jefe asumiese sus funciones. Tu te vas antes de que yo llegue. Figuraba un número, como el correspondiente de la lista de pasajeros. ¿Podría ella notificarse, tendría la amabilidad de firmar? No se le dejaba copia.
-¿No pensará usted que yo vaya a creerme nada de esto?- dijo ella.
-Yo soy un funcionaro que comunica el resultado de una investigación hecha por otros –se limitó a responder el funcionario, con evidente desinterés de que se le creyese-. Rendía culto al pudor de su credibilidad: rara avis.
-¿Y la camioneta? Preguntó todavía ella. ¿La metieron en las bodegas del avión de PLUNA?
El inspector se encogió de hombros, por toda respuesta.
-Desaparece un 1º de agosto, aparece viajando un veintitantos de setiembre… y de la camioneta no quedan ni rastros. ¿Quién puede creérselo? insistió.
El general opinaba tal vez que sólo un fracasado puede darse el lujo de un ademán de infancia en la edad madura. Solamente un inepto, un hombre en quien el paso de la edad no haya grabado nada: ni obligaciones ni compulsiones ni desencantos ni nuevos recuerdos. En el caso de él, había pasado mucha agua bajo los puentes. Tal vez demasiada. Las convenciones del sistema tenían para él mucho más fuerza y más veracidad que un simple recuerdo de la niñez. Un personaje sabe que se ha buelto importante cuando el sistema que lo encierra ya no le permite condescender a un recuerdo, a un sentimiento a una razón suficiente para enternecerse y actuar, que se le haya quedado enclavada en el pasado. Si se quedó allí es que no sirve. Y en aquel caso, nada más lejos de hoy que los días escolares. ¡Vaya! Sólo un tonto, sólo un tierno, sólo un flojo, sólo un nostálgico perdido. Los días de los bebederos azules, los días de la merienda de Albor, los días de sudar corriendo en los recreos y luego, sobre el mismo toque de campana, formar fila apresuradamente para beberse el tembloroso traguito vertical que saltara del fondo de los cuencos de porcelana, antes de regresar a clase.
A veces la campanilla eléctrica no funcionaba y era Julio quien sacudía la campanilla de mano más pequeña, la de las sanciones, la que interrumpía los juegos y, dándole una secuencia más larga y paradojalmente menos amenazadora, anunciaba el final del recreo.
¿Lo recordaría el general? ¿años de diana y botas y gritos estrangulados y tambor no habrían matado, en su mente, el son de la campanilla?
Julio estaba ya muerto, sin duda; el general no había tenido tiempo de pedir que se lo dijeran en forma oficial –el trámite del asunto, afortunadamente, no había pasado por su despacho-; pero, a esta altura, hacía ya casi un par de meses que lo sabía. ¿Salir ahora a revolver las cosas, a preguntar cómo fue muerto, dónde fue muerto, por quién fue muerto, erizando los celos de la Marina, apenas comenzado él en el cargo? Solo un fracasado o un iluso –dotes que, en todo caso, no servirían a un comandante en jefe- podría salir ahora haciendo esas preguntas, en nombre de esos recuerdos. Julio, por su parte ¿le había pedido acaso permiso para pensar como pensaba, para conspirar como seguramente conspiraba, para querer lo que quería, para actuar como acutaba? El general era una figura dentro de un orden. Julio alentaba en otro muy distinto. ¿Iba a quemarse el general haciendo preguntas en su orden propio, en el mundo donde él contaba para que otros pudiesen enrostrale sentimentalismo y blandura, para que lo tachasen de vacilante y de tibio y de inconfiable y pusilánime según la escala de valores en que verdaderamente lo estuviesen considerando y tuvieran derecho a juzgarlo?
En ese otro extraño mundo, en el mundo de los amigos de Julio, estaba ya irremisiblemente perdido; no se notaba porque ellos, los generales, tenían el poder y la voz y el silencio de los demás y la fuerza. Nada más que por eso Julio estaba muerto, de todas maneras, y –de esar vivo- verosímilmente nunca habría pedido nada semejante.
La desesperación y la fe y el utilitarismo pietista de las mujers eran otra cosa: echar mano de todo, golpear todas las puertas por si alguna –la más inesperada- abriese.
Julio no habría podido engañarse. Y si hubiera consentido en pedirle algo habría sido seguramente para cercarlo más, para abrir la vía –alguna vez, quien sabe cuándo- de exigir cuentas; simplificando por gusto y conveniencia, a fin de seguir viendo en un ficticio trance más, a un niò donde hiciese años ya no hubiera más que un soldado, un guardapolvo en vez de una guerrera, un flequillo infantil en vez de un quepis. Las campanillas escolares no suenan en las cuadras de los cuarteles, ¿a qué querer seguir oyéndolas allí?
Julio ha muerto y algo de lo que él fue llena tarjetas y telegramas donde llueven saludos, condolencias, incredulidades, condenas, preguntas, todavía preguntas.
El general vive; por un año más seguirá siendo comandante en jefe. Luego, en sus días de sol, pensará todavía en el poder; y si el tiempo se nubla, en embajadas. Quién sabe. Tal vez, como en la historia de Rosebud, un día el nombre del trineo se le aparecerá en la murmuración del coma y nadie lo entenderá; y otro día, el día en que rematen su pobre gloria, alguien verá arder el trineo envuelto en llamas. No será un trineo. Será una campanilla y acaso la imagen escolar sólo busque desprenderla de la mano que la agite, para que esa mano no diga nada, no abra sus dedos y no erija su índice a fin de apuntarle y acusarlo: tú, como miembro de un orden, tú como el hombre que una vez tuvo inevitablemente que saberlo y no quiso… tu, el buen alumno.
Pero en este instante no se trata d ela mano de la campanilla sino de la diestra suya, crispada encima del legajo, en su escritorio. Sólo los fracasados, sólo los incurablemente sentimentales, sólo los cobardes reciben órdenes de sus propios recuerdos.
Esa mano viaja hacia la pluma, la esgrime, escribe:
Con lo informado, archívese.
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Transcripto de la edición de "El color que el infierno me escondiera" 
de la Editorial Fin de Siglo, Montevideo 1998. Págs. 175 - 182.

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