viernes, 6 de enero de 2012

Julio Castro y CMM - I

CMM buscó a su amigo Julio Castro desde el primer día de su desaparición, denunció el hecho y dejó el caso en su literatura, tal vez como la forma más elevada de mantener su recuerdo


"Voy a atenerme a los datos comprobados y 
averiguados en torno a la desaparición de Julio Castro"


“Había que responder que allí no estaba, que nunca había estado entre ellos, que nunca nadie le había hecho hundir la cabeza en el bidón de los fusileros de la marina; había que contestar así y disponer que la camioneta Indio pasase a disolverse en el aire”, que había viajado en Pluna y hasta que era muy pintún y se había ido con otra mujer. Treinta y cuatro años después aparecieron un zapato y un cráneo con orificio de bala enterrados en un batallón de infantería y del modo más bárbaro pusieron fin a la incertidumbre acerca del destino Julio Castro, desaparecido el 1º de agosto de 1977.
Aquella mañana de un Uruguay sombrío, Castro tenía previsto asistir a un entierro en el cementerio del Buceo pero no llegó.
Aquella noche Julio Castro y su esposa Zaira habían invitado a cenar a Carlos Martínez Moreno (CMM) y a su esposa Carmen García. El lunes se complicó y en la tarde Carmen llamó a Zaira para posponer el encuentro.
“Julio desapareció esta mañana”, dijo Zaira a Carmen y al rato Carlos y Carmen estaban en casa de los Castro.
Desde el mismo día de la desaparición de Julio Castro y junto con otros amigos, CMM trabajó incansablemente por recuperar a su compañero de tantos años en el semanario Marcha, al amigo al que regañaba por exponerse cada vez que iba por su estudio a ponerse al tanto de  la situación de Líber Seregni, preso por la dictadura. “No vengas más por el estudio que el lugar está quemado”, le decía CMM que tenía a su cargo la defensa de Seregni.
El recuerdo de su amigo y compañero en el semanario Marcha, impulsó a CMM a buscarlo, a denunciar su desaparición dentro y fuera del país y a crear literatura, tal vez como la más elevada forma de mantener su memoria.

Se trnscriben a continuación, algunos textos con la intención de mantener la memoria de la valentía y el compromiso que en medio de la oscuridad de la dictadura, CMM mantuvo con su amigo, con la resistencia a aquella barbarie, con los derechos humanos, con la independencia de criterio y la libertad del creador.

Compartimos dos cartas de CMM a Carlos Quijano que son un reporte de la desaparición de Julio Castro y de lo que se hizo de inmediato para conocer su paradero, textos que entrelíneas describen muy bien el clima que vivía Uruguay en la segunda mitad de 1977.
http://cccmartinezmoreno.blogspot.com/2012/01/julio-castro-y-cmm-ii.html
http://cccmartinezmoreno.blogspot.com/2012/01/julio-castro-y-cmm-iii_06.html


Una vez exiliado en España, CMM se encontró con el crítico Ángel Rama, quien dejó constancia en sus diarios de esos encuentros en los que se habló de la desaparición de Castro.


Rama apuntó en sus escritos de 1978 que CMM tenía en mente escribir un libro que estimó que sería un aporte valioso para la preservación de la memoria de la historia reciente y que cuando era presente terrible tuvo tanto para Rama como a CMM como protagonistas de primer orden.
Rama se refería a “El color que el infierno me escondiera”, la última obra literaria de CMM. Se publicó en 1981 y por ella ganó el premio de la revista Proceso y la editorial Nueva Imagen en un concurso sobre "El militarismo en América Latina".
http://cccmartinezmoreno.blogspot.com/2012/01/julio-castro-y-cmm-iv.html

Julio Castro y CMM - II


Carta de Carlos Martínez Moreno a Carlos Quijano sobre la desaparición de Julio Castro

“Aquella negativa del ESMACO
 nos dio muy mala espina”


Montevideo, 12 de agosto de 1977.

Estimado Dr. Quijano:

Voy a atenerme a los datos comprobados y averiguados en torno a la desaparición de Julio Castro.
Julio y su mujer regresaron de Santa Lucía del Este, donde habían pasado su fin de semana, la noche del domingo 31 de julio.
Encontraron, arrojado debajo de la puerta, un billetito de un amigo por el cual se les comunicaba que el Dr. Eugenio Petit Muñoz había fallecido y se le daría sepultura a las 11 de la mañana del lunes 1ª de agosto en el Cementerio del Buceo. El informante, cuya identidad me consta, agregaba que la policía había prohibido la publicación de avisos fúnebres, en previsión de que el entierro del Dr. Petit Muñoz, tan conocido y estimado, se utilizara como pretexto para una demostración pública contra la dictadura.
Julio salió, pues, esa mañana del lunes con destino a asistir al entierro. Y desapareció sin haber llegado a él. O sea, que la desaparición ocurrió entre las 9 y las 11 de la mañana del lunes 1º de agosto.
Julio le había dicho a Zaira que daría un par de vueltas antes del sepelio. La primera de esas vueltas que pudo establecerse sin la menor duda. Consistió en la visita a casa de un amigo en la zona de Villa Dolores, y en su transcurso no ocurrió nada digno de mención, al Terminar la visita ese amigo, de iniciales E. Q. acompañó a Julio hasta que éste tomó el volante de su camioneta rural Indio y se puso en marcha, sin que nadie lo interceptara. Este amigo, con quién hablé personalmente y que se ha movido en pos de la pista de Julio, con una devoción indudable, cree saber hacia dónde iba Julio, pero no puede afirmarlo.
Habría ido a casa de otro amigo suyo en Pagola y 26 de Marzo, y al salir de allí, ya para dirigirse hacia el Buceo, habría sido abordado por dos funcionarios de la represión, aparentemente Fusileros de la Marina quienes lo flanquearon y lo hicieron conducir, con rumbo desconocido.
Esto es todo lo que se sabe.
Hablé también con esta segunda persona, de quien tengo un muy buen concepto, pero –a falta de una manifestación suya espontánea- me abstuve de indagar. Zaira y el hijo de Julio habían concurrido a la Comisaría 4ª y denunciado la desaparición de Julio.
Al tomar conocimiento del hecho, la noche del lunes, concurrí a casa de Julio, me impuse de lo que se había actuado y sugerí presentar al ESMACO [Estado Mayor Conjunto] un certificado médico de salud, sobre el estado de las dolencias de Julio. Este había asegurado a Zaira que, antes de que pudieran violentarlo, prevendría a sus aprehensores acerca de la fragilidad de su estado y de la posibilidad de que ante cualquier maltrato, sucumbiera, visto los dos derrames meníngeos que ya había experimentado. No podemos saber si formuló esa prevención, personalmente, y conociéndolo, creo que debe haberlo hecho.
El certificado detallado de salud –una suerte de historia clínica del paciente- lo pediría Zaira al Dr. García Güelfi, el neurólogo que lo había asistido.
Se redactó un escrito muy cuidadoso, dirigido al ESMACO, que sería acompañado por el certificado. Este fue solicitado al Dr. García Guelfi el 3 de agosto, pero como en la primera fase de su dolencia Julio había sido tratado por el Dr. [Pablo] Purriel (ya fallecido) hubo que acudir a los archivos de éste y localizar allí la primera ficha médica.
El Dr. García Güelfi lo hizo y redactó un certificado médico explícito y muy elocuente, que fue presentado al ESMACO, con el pequeño escrito redactado por mi, en el cual no se afirmaba que Julio fuera prisionero del ESMACO, en la total negativa de las autoridades acerca de que lo tuvieran en sus manos, y simplemente se precavía la posibilidad de que llegar a sus dependencias, alertando con la autoridad técnica del informe del Dr. García Güelfi, acerca de los riesgos en que pudiera estar incurriéndose.
Escrito y certificado médico se presentaron sin más dilaciones, pero el oficial del ESMACO que recibió a los familiares de Julio, lo admitió sin que eso significara aceptación de que lo tuvieran entonces o lo hubieran tenido antes preso. Anotaron el número de teléfono de Zaira y casi en seguida –no sé bien si al día siguiente- la llamaron para pedirle que concurriera a recoger los recaudos, porque de la averiguación practicada surgía que Julio nunca había estado preso en dependencias militares. Tanto a E. Q. como a mí, que nos veíamos prácticamente a diario, aquella negativa del ESMACO nos dio muy mala espina. E.Q. fue interrogado con rigor por agentes de la represión –no sé si policías o militares- y tratado con rigor, aunque entiendo que no castigado. Zaira contestó por teléfono al ESMACO que tenía fotocopia de todos los recaudos presentados, por lo cual no retiraría los que había llevado días atrás.
Y en eso nos hallamos a la fecha de hoy. Se actúa incansablemente –E.Q. es quien más se mueve, con una dosis de lealtad a Julio que le viene de los días en que fue su discípulo- y lo único que sabemos es desalentador. Parece que hay diecisiete centros de represión –entre Ejército, Aviación, Marina y Policía- cada uno de los cuales puede actuar “por la libre”, sin que lo sepa ninguno de los otros ni darle cuenta de sus pesquisas. ¡Diecisiete, ni uno menos, desde la famoso OCOA, a la cual en la jerga militar se le llama “la cuerda”, hasta los regionales y navales!
Cuando sepa algo más, se lo haré llegar sin demora.
Con un abrazo de

CMM
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Fuente: 
"Dr. Carlos Martínez Moreno. Ensayos. Tomo II"
Cámara de Senadores. 
Montevideo, 1994. 
Págs 75 - 77.

Julio Castro y CMM - III


Carta de Carlos Martínez Moreno a Carlos Quijano sobre la desaparición de Julio Castro

“La tortura y la barbarie no se detienen ante nadie por más ilustre
y expectable que sea para el mundo de la cultura y de la política”



Montevideo, octubre de 1977.

Estimado Dr. Quijano:

Aunque es lógico y humano que Zaira siga aferrada a una esperanza, que la gente alimenta con la mejor intención y a la cual ella no deja de asirse, al paso de los días hay que ser muy pesimista, en el caso de Julio.
Ha podido determinarse –y me reservo los detalles, pero algún día espero referírselos directa y personalmente- el motivo de la detención de Julio,  y él estaría vinculado a la existencia de una cassette, conteniendo información a cursarse al extranjero, sobre temas hoy tan obvios como el proceso a [Líber] Seregni. La pieza documental fue incautada por la Policía, al allanar la habitación del periodista brasileño Tavares, reportero del Excelsior de México; Tavares estaba momentáneamente ausente o ya preso (eso no he podido establecerlo con certidumbre) y la policía irrumpió en la habitación de un hotel céntrico, ocupada por Tavares. Esto lo sé de primera mano pero tengo que reservarme, si no es en una conversación directa con usted, la fuente; porque revelarla por carta haría correr riesgos a mis informantes. Aparentemente los sabuesos fueron desde lo incautado a Tavares a la busca de Julio Castro.
Zaira, sabiendo que el General Gregorio Álvarez había sido alumno escolar de Julio, en el Grupo Sanguinetti, acudió a él, con una carta muy bien hecha por ella y son consultarlo con nadie, que un amigo personal E.T., vecino de Álvarez, le hizo llegar a su departamento de Bulevar Artigas y Monte Caseros., en días en que Álvarez asumía interinamente el comando general. Esa misma noche sonó el teléfono en lo de Julio y alguien que se presentó personalmente como el Jefe de Policía de Montevideo, Coronel Bonelli, dijo tener orden directa del Comandante en Jefe de ocuparse personalmente del asunto, por lo cual enviaría, esa misma noche, a un funcionario de toda su confianza. El funcionario llegó esa misma noche y pidió datos que ya obraban desde el 1º de agosto en poder de la Policía y se llevó una foto de Julio, que bajo su nombre completo pero no usual de Julio Castro Pérez, apareció en los diarios al día siguiente, en el rubro “persona buscada”.
Pasan los días y el funcionario (ése u otro, este dato no lo tengo bien claro) vuelve, para poner en conocimiento de la interesada el resultado de las averiguaciones cumplidas, de las cuales se concluye que Julio figura en la lista de pasajeros de PLUNA y viajó a Buenos Aires, con el número 50 en la lisa de pasajeros, al mes de haber desaparecido. Zaira dijo al funcionario: “Bueno, usted no esperará que yo me lo crea”, a lo cual el funcionario replicó que él cumplía con allegar un legajo de actuaciones realizadas por otros y no por él. “Y la camioneta –preguntó Zaira- ¿voló con él con la bodega del avión?”; ante lo cual el policía guardó silencio, por mera urbanidad.
En esto estamos. Tanto E.Q. como yo pensamos que Julio fue muerto ultraintencionalmente en uno de los “interrogatorios” y hecho desaparecer a partir de semejante “accidente”. Entre tano en la mesa de casa de Julio hay una bandeja de plata llena de tarjetas, telegramas y reclamos llegados desde todos los rincones del mundo que Julio alguna vez recorrió, que fueron tantos. Gente eminente de la política latinoamericana, de la educación, de la UNESCO, pregunta exige explicaciones y protesta. Desgraciadamente, eso no hará aparecer vivo a Julio, a pesar de que Zaira a ratos todavía lo crea, cuando alguien le insinúa que acaso se halle en un campo de concentración de los militares argentinos o en cualquier otro cautiverio igualmente ignoto. El paso de los días nos afirma a todos en la más desolada convicción, reforzada por esta otra: la tortura y la barbarie no se detienen ante nadie por más ilustre y expectable que sea para el mundo de la cultura y de la política, y por más insignificante que en su momento haya sido el motivo haya sido el motivo por el cual quisiera “interrogársele”.
¡Qué triste, inhumano y sublevante es todo esto y en qué exasperante situación de impotencia nos deja!
Ahora me voy del país. Pronto sabrá de mí y nos veremos.
Reciba un abrazo de

CMM
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Fuente:
"Dr. Carlos Martínez Moreno. Ensayos. Tomo II",
Cámara de Senadores.
Montevideo, 1994.
Págs 77 - 79.

Julio Castro y CMM - IV


Un almuerzo en Barcelona a fines de 1977 


Ángel Rama: "cargado del ominoso clima uruguayo" 
CMM "nos cuenta de la muerte de Julio Castro"


30 de diciembre de 1977 [Barcelona]

Almorzamos con Carlos Martínez Moreno, a quien ayer encontramos por azar en una librería (a mis espaldas una voz conocida pregunta por el libro de Bataille sobre el mal). Más decidido a quedarse en España después de una llamada telefónica de su mujer que está en Montevideo y que vendría con su hijita en Marzo. Cargado del ominoso clima uruguayo, nos cuenta de la muerte de Julio Castro[1], de la persecución a los abogados, de las mil sevicias del régimen. Es un chorro furioso de historias mientras come vorazmente y transpira. No está aquí aún: sigue allá debatiéndose y a través de sus cuentos es la razón humana la que está siendo violentadas sin cesar, esa razón a la que él le confiere fuerza y lo preserva de la desintegración que acecha en estos tiempos de represión kafkiana, Noticias de escritores: Visca[2], progresando en el régimen, Etcheverry[3], transmutado en obediente ministro, el mismo [Mario] Benedetti, con quien almorzó en Madrid, transformado en funcionario cubano. Las iglesias por doquier y cada vez menos individuos que piensan. Desdicha general de la América Latina.
La tortura como un incidente cotidiano. Presume que Julio Castro se les murió en esas prácticas; ya a los cinco días de su detención se dijo al abogado y a la mujer que no estaba en ninguna dependencia militar y policial y cuando el Goyo Álvarez[4] llegó a su nuevo cargo militar (había sido compañero de Julio) y a pedido de ellos había viajado a Buenos Aires dos días antes de la nominación del general Álvarez, quién evidentemente quiso deslindar su responsabilidad en un caso tan atroz. Según Carlitos lo único que querían saber era la complicidad del embajador de México[5] (el anterior ya no está en el cargo) en el trasiego de correspondencia a opositores (presuntas cartas de Quijano a Julio Castro) no se sabe para qué, si acaso para inculpar al gobierno mexicano de interferencia en asuntos uruguayos.

(…)

Carlos Martínez Moreno procura la publicación de un libro de cuentos[6] (uno fue premiado en la Universidad de Puebla, México) tropezando con la apatía editorial en tema latinoamericano y el poco entusiasmo que Carmen [Balcells] pone en escritores que no le redituan buenos dividendos económicos. Critica duramente el último libro[7] de Mario Vargas que considera en un nivel de Corín Tellado y que tan por debajo está de su anterior producción. Es la opinión generalizada: le cuento, lo que nos decía Gabo [García Márquez] en Caracas estimando que Mario ya sólo apostaba al número de ejemplares de la tirada.

6 de enero de 1978.

Almorzamos auer en casa de Carlos [Rama], con Martínez Moreno y la sobremesa se prolonga hasta la noche recayendo obligadamente en el Uruguay. Carlos Martínez Moreno es una portentosa colección de historias a cual más macabra o irracional sobre la represión militar, las que cuenta toda precisión (fechas, nombres, articulación narrativa) y con una gozosa pasión literaria: son casos del código penal en la boca de un gran penalista, que me hacen pensar en Flaubert y que C.M.M. maneja tanto para informar de la dictadura militar como para construir su literatura.
Lo exhortamos a que se consagre por un año, aquí, a escribir sobre todo ese material. Por su condición de abogado defensor dispone de un material asombroso y de un conocimiento interno de lo ocurrido. Y, cosa que me parece tan importante como eso, de una perspectiva equilibrada, atenta y cordial para sus protagonistas pero a la vez consciente de los errores que permite la mejor restauración de la verdad histórica.
Cuenta una historia que le apasiona, a la que querría consagrar una novela[8], que es la de la estancia Espartaco que les servía de pantalla a los tupas. En ella habían construido un gran refugio (berretín o tatucera) que por azar descubrió un peoncito rural buscando un animal extraviado. La comunidad debate qué hacer con ese pobre muchacho y concluye resolviendo su muerte, para la cual se relama la presencia de un practicante que viene de Montevideo y que no lo conoce, quien le inyecta pentotal hasta matarlo. Descubiertos posteriormente y torturados, confiesan el hecho e indican dónde fue enterrado y quién lo ejecutó, el que es detenido y condenado. Carlitos evoca el precedente de Sartre (Les mains sales) pero yo recuerdo a Dostoiewsk (Los demonios, Crimen y castigo) y en general el drama de los movimientos revolucionarios debatiendo entre fines y medios (Koestler). Es un tema terrible: ¿en qué consiste una moral revolucionaria y en qué medida la hace, fuera de los precedentes y tradiciones, la circunstancia concreta y límite que se vive, ante la cual la conciencia se opaca por la perspectiva idealista y utópica de los fines?
La tarde angustiosa, a pesar del brío y la alegría con que Martínez Moreno cuenta, se distiende con la hilarante historia de cómo Mario Arregui[9] se hizo prender después que Gladys Castelvecchi[10], su ex mujer, fuer detenida por actividades gremiales ilícitas, para ser también preso de la dictadura y reivindicar su calidad de comunista que en el departamento de Flores queda encubierta por la de rico estanciero y de hombre portentosamente cordial y campechano.

Larga atención al proyecto de una Marcha[11] en el exilio, que también le interesa al gordo. Le cuento el año entero que tuve con Quijano en 1976 para persuadirlo del proyecto, sus reticencias y su situación en México. Él cree que podría convencerlo, pero yo soy escéptico después de mis diálogos con él y de las objeciones que a la idea formulaban Ardao y Pepe Quijano, el hijo. A los dos Carlos les interesa ese proyecto mucho más que el de la revista de libros que ahora propone Alsina y son conscientes de que Quijano se sentiría fortalecido con nuestro respaldo, mucho más que con la similar propuesta que le hicieron [Carlos María]  Gutiérrez, [Mario] Benedetti, [Ernesto] González Bermejo, en una carta que don Carlos me mostró en México, dada nuestra mayor afinidad intelectual e ideológica con sus posiciones.
Quizá ya sea tarde para Quijano (tiene 77 años) pero de todos los ex integrantes, sólo Martínez Moreno podría tomar las riendas de una Marcha en el exilio, pues a su prestigio y capacidad periodística une un abanico amplio de sectores de opinión que lo respetan: los ultras que antes le eran tan críticos, se han silenciado en vista de su tarea denodada de defensor de presos políticos.


[1] Julio Castro, periodista y pedagogo uruguayo. Con Carlos Quijano integró el grupo fundador de Marcha en 1939 y ejerció la subdirección del semanario. En 1977 fue secuestrado por los militares y desde entonces integra la nómina de los desaparecidos.
[2] Arturo Sergio Visca, crítico y ensayista uruguayo. Durante la dictadura militar dirigió la Biblioteca Nacional.
[3] José E. Etcheverry, profesor y crítico literario uruguayo. Fue Ministro de Cultura durante la dictadura militar.
[4] Se refiere al general Gregorio Álvarez, que fue, durante la dictadura militar, comandante en jefe del Ejército y luego Presidente de la República.
[5] Se trata del embajador Vicente Muniz, quien recibió en la embajada de México a cientos de uruguayos perseguidos por el régimen.
[6] El libro es  Animal de palabras, finalmente publicado en Montevideo en 1987 por la editorial Arca. El cuento que recibió el premio de Puebla en 1977 es “La Máscara”.
[7] El libro que Maria Vargas Llosa publicó en 1977 fue  La tía Julia y el escribidor (Seix Barral).
[8] Martínez Moreno escribió finalmente en México la novela que incluye esta historia. Es El color que el infierno me escondiera y recibió el premio Proceso – Nueva Imagen de México en 1981.
[9] Mario Arregui (1917 – 1985), cuentista uruguayo, miembro de la generación del 45. Entre otros libros publicó Hombres y caballos, La sed y el agua, El narrador, La escoba de la bruja, Ramos generales. Estuvo preso durante ocho meses en 1977.
[10] Profesora y poeta uruguaya, autora de  Fe de remo, Ejercicios de castellano, Claroscuro, Calendarios, entre otros títulos. Estuvo presa entre 1976 y 1979.
[11] Finalmente Carlos Quijano publicó en México los Cuadernos de Marcha hasta su muerte en 1984. Rama fue uno de los colaboradores de la nueva publicación.
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Fuente: 
Rama, Ángel (Peyrou, Rosario; ed.)
Angel Rama. Diario 1974 – 1983
Ed. Trilce -  Fondo editorial La Nave va
Caracas, 2001.

Julio Castro y CMM - V


Martínez Moreno, Carlos
“El color que el infierno me escondiera”,
México DF. 1981.

Julio y la niñez del General


E io: “Maestro, i tuoi ragionamenti mi son sí certi e prendon
sí mia fede, che li altri mi saríen carboni spenti.

Dante, Inferno, Canto XX.


Un desaparecido político no va sustrayéndose gradualmente a nuestra presencia, como si fuera un ahogado en el inútil, frustráneo trance de salvarse. No hay remolinos en que una cabeza se sumerja, no hay turbiones en que un brazo aparezca y gire, no estamos –distantes e impotentes – asistiendo en la correntada de un río, un ahogado en la sobremesa de un picnic.
Esa misma agua que lo guarda hasta mañana, que lo devolverá –edematoso, mordisqueado por los peces- en el ribazo más plácido o enganchado a las rocas, no se lo ha llevado verdaderamente nunca.
Siempre sabes, aunque no dónde, aunque no cuándo. Allí estamos, anochece mientras caminamos a la orilla del río y atisbamos el horizonte cada vez más oscuro, y se hincha y se vuelve enorme e impenetrable la sombría masa del mara pero el náufrago es parte de su fauna y mañana podremos recogerlo.
El desaparecido político de nuestras historia –en cambio- cae ya muerto desde su fábrica de tortura, desnudo, roto y mutilado a veces, ligado a un bloque de cemento o amarrado con alambres por pies, muñecas o rodillas.
Puede haberse ahogado en una poza siniestramente pequeña, en el bidón del submarino donde se la ha echado a que se asfixie o a que confiese, tanto da, no se sabe con cuál fin primordial, con qué objetivo verdadero. Si resiste y sale y enseguida declara, tal vez viva. Si no aguanta y le estallan los pulmones y muere, empezará el otro viaje, el de su desaparición política: los argentinos balancean los cadáveres sobre el viento del estuario, los deslizan y dejan caer y golpear desde un helicóptero enmarca, los confían a las corrientes y al destino de las playas más remotas y a la calma final de la tumefacción y el anonimato, a la piedad ambigua, casi sarcástica del entierro abreviado en tierra ajena (nadie sabe quién es nadie, nadie reconoce a nadie, nadie denuncia, nadie reclama).
Esta es la historia del desaparecido político que las corrientes nos allegan, tras hamacarlos contra islotes de resaca, entre escoria del mar y máscaras de légamo. Coreanos muertos en motines de abordo (prenteden) acuchillados en zonas de altamar: coreanos tránsfugas, mercenarios de barcos pesquereos pirtaas, personajes de Cornad. Sí, cualquier sujeto tomado por la hinchazón del mar trae la línea oblícua de los párpados y puede parecer un amarillo a quien no sepa.
El caso de Julio ha sido muy diferente.
El 1º de agosto del 77, un lunes, Julio salió a dar unas vueltas por la mañna de la ciudada, manejando su propio auto. Debía, al cabo de ellas, llegar al entierro de Petit Muñoz en el Buceo, a las once. No llegó. Los límites y las formas de su desaparición eran, pues, confinadamente precisos: alguien había trepado a su coche antes de las once, lo había conminado a conducir o lo había sustituido al volante. Y de ahí en adelante, nada.
Razones para ser cautelosamente optimista, como su mujer prefería serlo: Julio había prometido declarar sus dolencias antes de que lo tocaran. En cualquier momento me les quedo, he tenido ya dos derrames meníngeos, en unos días más tendré sesenta y ocho años.
Frente a tales riesgos ¿qué podrían querer averiguarle? Nada muy importante: Julio había sido maestro en actividad y ya no lo era, peridista en actividad y ya no lo era. Tenía amigos en el extranjero, sí, muchos. En la Unesco, en Venezuela, en Ecuador, en México; en todos estos sitios había actuado.
Los cables comenzaron a llegar en cuanto se filtró la noticia. Pero parece evidente que los milicos no creyeron ni a Julio ni a los cables ni a nadie. Hay ciertas formas de brutalidad que no conciben, en uno mismo y en el prójimo, más que la imagen y los correlatos de la salud. Los quieren, tal vez porque precisan destruirlos. Lo que trataban de arrancarle eran minucias -¿a quién enviaba un casete en el extranjero, quién lo había grabado, quién se lo llevaba?- pero la vida era también otra minucia y no les fallaría, desde que ellos habían desdeñado imaginársela.
Omitieron toda precaución, sumergieron sin más la cabeza de Julio; les falló y aquello no supo tener términos razonables y se llamó muerte. Ahí estaba Julio muerto y los senadores venezolanos preguntaban y la Unesco preguntaba y un día el mismo negro Terence Todman pasaría por acá y se le ocurriría preguntar. Y era imposible concederse frivolidades en la respuesta: la muerte, señores, a veces se da en circunstancias tan fútiles… eso no podían decirlo.
Había que responder que allí no estaba, que nunca había estado entre ellos, que nunca nadie le había hecho hundir la cabeza en el bidón de los fusileros de la marina; había que contestar así y disponer que la camioneta Indio pasase a disolverse en el aire, en el tramo de un solo viaje entre Pocitos y el Puerto: desguazarla.
La esperanza de una mujer colma los bordes de la realidad y acaba por salirse de ellos. Ella se dio a pensar primero en cuarteles más lejanos y Lugo, hacie el fin de la histoira, en formas de cautiverio en el extranjero. Cartas, averiguaciones, intecesión de amigos; nada. Sí, pero hacia el fines de setiembre –en un interinato- el general asumiría, por algún tiempo el cargo de comandante en jefe. Era la gran oportunidad.
Julio había sido su maestro en la última clase de Primaria, en la Escuela Sanguinetti, en la Unión. Maestro de sexto año en la sección de varones, la que ocupa la mitad de la manzana, en la esquina de 8 de Octubre y Felipe Sanguinetti. Y ella, maestra como también había sido, sabía (pensaba que sabía) cómo duran los afectos –y más que los afectos las lealtades- de esos años dorados.
Entre un niño de once años y un general acaso no haya nada en común; cuarenta y cinco años de devastaciones, sólo eso. Julio mismo, a pesar de su larga memoria de niño campesino, sólo podría evocar una túnica blanca, una silueta entre los todavía frágiles paraísos del patio, aquellos tenues paraísos plantados sobre hoyos recién abiertos en el pedregullo rojizo. Hoy eran robustos, pero la imagen del niño de once años no había vuelto a discurrir a su sombra; ni la guerrera del general tampoco. Julio hablaba siempre de él como de un buen alumno: recordaba a un niño, como recuerdan siempre los maestros, y dentro de él, había dejado crecer a un hombre; tienen ese secreto de frescura, de inocencia en la memoria y en la sonrisa los maestros. A veces cachetean cariñosamente un rostro que ya nadie se atreve a tocar, pasan una mano por la crisma de un nió que ya va en camino de convertirse en otro viejo (como el maestro). Julio había vivido mucho y el tiempo jamás habóa llegado a coagularse alrededor de él. Despuñes del niño había visto otros países, vivido en ellos, hecho amigos sin invancia tangible, medido otros años. Ya no tuteaba al general en la presencia única de un escolar perdido, conocía a esos dos seres –distantes el uno del otro- y sería difícil que lograr fundirlos.
Pero ella tal vez sí, sobre todo en el moemtno de tomar su pluma, de razonar su soledad y desesperación de mujer. Señoir Genral: Ustede es un hombre muy importante y yo no soy más que una esposa consagrada a buscar a su marido las veinticuatro horas del día, en la vigilia y en el suelo. Julio despareció hace ya más de un mes y medio sin que yo haya podido saber anda de él ni renunciar a la esperanza de encontrarlo. Prescindo ahora de mis asesores, me dirijo a usted directamente y le pido tan solo unos minutos. Usted no habrá seguramente olvidado a quien fue su maestro de 6to. y con frecuencia lo evocaba. Más de una vez, en estos tiempos en que Usted ocupa posiciones tan expectables, me ha hablado de usted; puedo asegurarle que conservaba, de aquellos años y de su figura, un grato recuerdo. Supongo que Usted estará a tanto de que, desde el 1º de agosto, nada se sabe de mi esposo. Yo pienso que Usted, con los poderes que ahora tiene, podría obtener alguna información y hacérmela llegar. Es todo lo que le pido. Es todo lo que le pido, con el título de los muchos años transcurridos y de los puros y limpios afectos propios de la época que invoco.
Había buscado, expresamente, no suscitar la emoción. Y asimismo eludir a los secretarios, a los edecanes, a los asistentes, a los abridores de cartas que no llegan. Que fueran unas pocas líneas sobrias y que con toda certidumbre cayeran en sus manos.
Esa misma noche el teléfono sonó y el jefe de Policía aparecía directamente en él, sin telefonistas ni anunciadores. Un coronel: se autopresentó con grado, nombre y funciones.
-Señora, usted ha enviado una carta al Señor comandante en Jefe.
-Si señor, en la tarde de hoy, hoy mismo.
-Y el Señor Comandante en Jefe me ha llamado en enseguida: está muy preocupado. Asumió su cargo recién ayer y desconoce totalmente el caso que usted le plantea…
-¿Qué lo desconoce?
-En sus funciones anteriores nadie tenía por qué comunicarselo…
-Pero en Caracas y en París ya hay quien lo sabe…
-De todos modos, señora, me ha pedido que urgentemente me ponga al habla con usted. Y yo, a mi vez, voy a solicitarle que tenga a bien recibir, esta misma noche, a un funcionario de mi mayor confianza, que irá a visitarla.
El funcionario era un Inspector de Policía y no podía dejar de hacer preguntas.
-¿Denunciaron el hecho en la seccional?
-El mismo día.
-¿Hicieron algo más?
-Presentamos en el Esmaco un certificado médico con la historia clínica de mi esposo, a fin de prevenir sobre los riesgos de su precaria salud; pero aparentemente llegó tarde, porque negaronhaberlo tenido como preso en ninguna de sus dpendencias y me devolvieron el certificado.
-¿Cuándo fue eso?
-El 8 de agosto.
A esta altura, casi a fines de setiembre, el Inspector era partidario de publicar en los diarios un “wanted”, pidió una foto no demasiado antigua, se la llevó.
La foto apareció al otro día; previsiblemente, nadie acudió a suministrar los datos que se pedían. Un par de días después en cambio compareció nuevamente el Inspector de Policía. Traía consigo un legajo, escrito a máquina, caratlado como investigación de rutina, debajo de una tapa de papel crudo. Ella leyó el nombre completo de Julio en esa carátula, abrió el legajo de unas cuantas páginas y lo leyó rápidamente.
La información practicada había dado como resultado establecer que la personaa quein se buscaba había viajado a Buenos Aires, en el avión de la compañía oficial, justamente dos días antes de que el Comandante en Jefe asumiese sus funciones. Tu te vas antes de que yo llegue. Figuraba un número, como el correspondiente de la lista de pasajeros. ¿Podría ella notificarse, tendría la amabilidad de firmar? No se le dejaba copia.
-¿No pensará usted que yo vaya a creerme nada de esto?- dijo ella.
-Yo soy un funcionaro que comunica el resultado de una investigación hecha por otros –se limitó a responder el funcionario, con evidente desinterés de que se le creyese-. Rendía culto al pudor de su credibilidad: rara avis.
-¿Y la camioneta? Preguntó todavía ella. ¿La metieron en las bodegas del avión de PLUNA?
El inspector se encogió de hombros, por toda respuesta.
-Desaparece un 1º de agosto, aparece viajando un veintitantos de setiembre… y de la camioneta no quedan ni rastros. ¿Quién puede creérselo? insistió.
El general opinaba tal vez que sólo un fracasado puede darse el lujo de un ademán de infancia en la edad madura. Solamente un inepto, un hombre en quien el paso de la edad no haya grabado nada: ni obligaciones ni compulsiones ni desencantos ni nuevos recuerdos. En el caso de él, había pasado mucha agua bajo los puentes. Tal vez demasiada. Las convenciones del sistema tenían para él mucho más fuerza y más veracidad que un simple recuerdo de la niñez. Un personaje sabe que se ha buelto importante cuando el sistema que lo encierra ya no le permite condescender a un recuerdo, a un sentimiento a una razón suficiente para enternecerse y actuar, que se le haya quedado enclavada en el pasado. Si se quedó allí es que no sirve. Y en aquel caso, nada más lejos de hoy que los días escolares. ¡Vaya! Sólo un tonto, sólo un tierno, sólo un flojo, sólo un nostálgico perdido. Los días de los bebederos azules, los días de la merienda de Albor, los días de sudar corriendo en los recreos y luego, sobre el mismo toque de campana, formar fila apresuradamente para beberse el tembloroso traguito vertical que saltara del fondo de los cuencos de porcelana, antes de regresar a clase.
A veces la campanilla eléctrica no funcionaba y era Julio quien sacudía la campanilla de mano más pequeña, la de las sanciones, la que interrumpía los juegos y, dándole una secuencia más larga y paradojalmente menos amenazadora, anunciaba el final del recreo.
¿Lo recordaría el general? ¿años de diana y botas y gritos estrangulados y tambor no habrían matado, en su mente, el son de la campanilla?
Julio estaba ya muerto, sin duda; el general no había tenido tiempo de pedir que se lo dijeran en forma oficial –el trámite del asunto, afortunadamente, no había pasado por su despacho-; pero, a esta altura, hacía ya casi un par de meses que lo sabía. ¿Salir ahora a revolver las cosas, a preguntar cómo fue muerto, dónde fue muerto, por quién fue muerto, erizando los celos de la Marina, apenas comenzado él en el cargo? Solo un fracasado o un iluso –dotes que, en todo caso, no servirían a un comandante en jefe- podría salir ahora haciendo esas preguntas, en nombre de esos recuerdos. Julio, por su parte ¿le había pedido acaso permiso para pensar como pensaba, para conspirar como seguramente conspiraba, para querer lo que quería, para actuar como acutaba? El general era una figura dentro de un orden. Julio alentaba en otro muy distinto. ¿Iba a quemarse el general haciendo preguntas en su orden propio, en el mundo donde él contaba para que otros pudiesen enrostrale sentimentalismo y blandura, para que lo tachasen de vacilante y de tibio y de inconfiable y pusilánime según la escala de valores en que verdaderamente lo estuviesen considerando y tuvieran derecho a juzgarlo?
En ese otro extraño mundo, en el mundo de los amigos de Julio, estaba ya irremisiblemente perdido; no se notaba porque ellos, los generales, tenían el poder y la voz y el silencio de los demás y la fuerza. Nada más que por eso Julio estaba muerto, de todas maneras, y –de esar vivo- verosímilmente nunca habría pedido nada semejante.
La desesperación y la fe y el utilitarismo pietista de las mujers eran otra cosa: echar mano de todo, golpear todas las puertas por si alguna –la más inesperada- abriese.
Julio no habría podido engañarse. Y si hubiera consentido en pedirle algo habría sido seguramente para cercarlo más, para abrir la vía –alguna vez, quien sabe cuándo- de exigir cuentas; simplificando por gusto y conveniencia, a fin de seguir viendo en un ficticio trance más, a un niò donde hiciese años ya no hubiera más que un soldado, un guardapolvo en vez de una guerrera, un flequillo infantil en vez de un quepis. Las campanillas escolares no suenan en las cuadras de los cuarteles, ¿a qué querer seguir oyéndolas allí?
Julio ha muerto y algo de lo que él fue llena tarjetas y telegramas donde llueven saludos, condolencias, incredulidades, condenas, preguntas, todavía preguntas.
El general vive; por un año más seguirá siendo comandante en jefe. Luego, en sus días de sol, pensará todavía en el poder; y si el tiempo se nubla, en embajadas. Quién sabe. Tal vez, como en la historia de Rosebud, un día el nombre del trineo se le aparecerá en la murmuración del coma y nadie lo entenderá; y otro día, el día en que rematen su pobre gloria, alguien verá arder el trineo envuelto en llamas. No será un trineo. Será una campanilla y acaso la imagen escolar sólo busque desprenderla de la mano que la agite, para que esa mano no diga nada, no abra sus dedos y no erija su índice a fin de apuntarle y acusarlo: tú, como miembro de un orden, tú como el hombre que una vez tuvo inevitablemente que saberlo y no quiso… tu, el buen alumno.
Pero en este instante no se trata d ela mano de la campanilla sino de la diestra suya, crispada encima del legajo, en su escritorio. Sólo los fracasados, sólo los incurablemente sentimentales, sólo los cobardes reciben órdenes de sus propios recuerdos.
Esa mano viaja hacia la pluma, la esgrime, escribe:
Con lo informado, archívese.
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Transcripto de la edición de "El color que el infierno me escondiera" 
de la Editorial Fin de Siglo, Montevideo 1998. Págs. 175 - 182.